Es
extraño ver tanta luz resaltando en mitad de uno de los días más soleados de la
primavera. Como una estrella fugada de la penumbra de la madrugada, aquel
pequeño circulo relampagueante apareció en el cielo casi de la nada, pero al
contrario de lo que todos dábamos por hecho, no se perdió con las nubes. El aro
de color verde siguió aumentando su intensidad y empezó a acompañarlo una
estela en forma de dos rayas rojas que marcaban su trayectoria. Su permanencia
en lo alto del horizonte a medida que pasaban los minutos, no dejaba dudas sobre
que algo extraordinario se acercaba.
Una
vez asimilado que había llegado para quedarse, las noticias en todos los medios
empezaron a aumentar en número, intensidad y demagogia. Los especialistas
aparecieron en cada tertulia para dar su única y verdadera opinión. Las masas
respondían a los micrófonos cual expertos en el tema. Los consejos empezaron a
volar a mi alrededor, incrementando el sonido ambiente, el ruido de la calle,
borrando la quietud de mis días hasta casi dejarme sordo. Las proclamas eran
claras. Las advertencias, ineludibles. La vida, tal como la conocía, iba a
desaparecer. Y todo a mi alrededor, en una mezcla de excitación que oculta el
terror, parecía saberlo a ciencia cierta. A pesar de mi escepticismo.
Las
horas fueron pasando. Las carreras, las prisas, los aprovisionamientos. El
mundo sabía exactamente como debía reaccionar en una situación así. Pero nadie
parecía acertar del todo. Porque la verdad es que las horas se convirtieron en
días, los días en semanas y las semanas en meses. Aquel aro encontró un tamaño
estable, una luz sostenible y se mantuvo en su sendero durante largo tiempo.
Nada de eso cambió las reacciones en la sociedad. Sin embargo… a mi me dio paz.
La
primera mañana de verano salí a pasear a un enorme parque a las afueras de la
ciudad. Casi como en un precioso encuadre de alguna antigua película en blanco
y negro, terminé la caminata en un rocoso montículo coronado por un viejo árbol
y un banco abrigado por su sombra. Me senté a contemplar la luz verde. Desde su
aparición, cada hora del día simulaba un eterno amanecer.
Sin
duda, resultaba extraño. Estaba a la vuelta de la esquina. Debería hacer caso a
todos, saber que no había escapatoria. Aquella anomalía en nuestras vidas,
traía la destrucción a raudales. Alertaba mis miedos para que estuvieran en
guardia. Y sin embargo, los días pasaban con pasmosa tranquilidad y rutina.
Como ajenos a todo aquello. Mi cuerpo no era consciente. Mi mente no era
consciente. Mi corazón apenas lo era en ese instante. A pesar de saber a ciencia cierta que era
inevitable. Quería sentir. Tan solo que no podía. Estaba demasiado lejos. Pero
tenía fe en él.
En
estos días, ando cuando todos corren. Callo cuando todos gritan. Y abro los
ojos cuando todos se cubren. Sé que el momento de sentir llegará. Sea miedo,
alegría, pánico o felicidad. Cuando deba de activarse, mi piel me lo dirá. Pero
por ahora, la fascinación por ese aro no lo es todo. Todavía no ha movido ni un
ápice de mis rutinas. De mi comportamiento. De mi amor.
Me
siento como un bicho raro en medio de este parque.
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