Verde
ha vuelto a salir de la habitación. Rojo vuelve a empujar. Pero no sabe si lo
esta haciendo bien y yo no atino a inventarme más palabras bonitas. Cuando
Verde vuelve y nos repite como debe empujar, copio cada expresión de animo,
cada intervalo de tiempo y los memorizo por si nos vuelve a dejar solos. No
podemos permitirnos bajar de nuestra línea de amarillo. Pero en los últimos
minutos, Verde sabe que no vamos a ir más allá por ese camino y que debe ir
incluyendo otros matices en nuestro futuro inmediato. En primer lugar, descarta
el plan negro, en el cual yo desaparezco de la habitación y Rojo tendría que
enfrentarse sola al resto de minutos. Eso nos deja otra vez sobre la línea de
amarillo. Pero Verde no da más tregua. Vuelve a salir y cuando regresa, ya
estamos en mitad del tobogán. Verde se acompaña de dos Azules mascarados. En
sus ásperas miradas, vemos bien visible su experiencia engañando, pero lo hacen
bien, y nos dejamos embaucar. Rojo y yo llevamos 15 horas manteniendo la línea
de amarillo y no flaquearemos a estas alturas. Rojo sigue tirando de mi, en
cada comentario, cada respiración, en cada pujo. A mis ojos, es una persona
nueva. Y todavía no hemos acabado.
Cuatro azules mascarados más vuelven a entrar. Hablan entre ellos, examinan la situación y
hacen avisar a Blanco, el cual con su gorrito y sus jeringas, hace su trabajo,
pregunta con discreción a Rojo si le duele y luego se va. A nadie se le escapa
un mal gesto que alerte de la gravedad de esos minutos. Más palabras bonitas
para decirle que van a ayudarla. Que no tienen más remedio.
Elevan
la cama para dar comienzo al espectáculo de Rojo. Después colocan dos soportes,
dos cubiertas, dos banquetas, una cortina y una luz blanca. Mientras preparan
el aparatejo de nombre horrible, Verde la anima a intentarlo por última vez.
Tomo su hombro, sus manos en los estribos. Empuja. No va más, pero la bola no
sale. Mascarados dicen que tienen que proceder. Y entonces, desde detrás de la
cortina que corta a Rojo por la mitad, aparece el frío metal. Primero uno,
milimétricamente encajado. Fría y dolorosa presión de ayuda. Después el otro.
Sabe Dios donde debía encajar ese. Luego llegan las tijeras, del plato a la cortina.
Y Rojo en su línea de amarillo, sin bajarse del burro, todavía radiando y
haciéndose fuerte. Y yo con la boca abierta, sin saber quién es el
extraordinario color que tengo junto a mí. El metal se mueve, y no se oyen más
palabras bonitas. Solo un empuja. Empuja. Y un vuelve a empujar.
Por
primera vez, aparto mi exclamación de Rojo para hacerla cruzar la cortina. Y
entre verdes, mascarados, blanco, el metal, las tijeras y la luz blanca, solo
puedo fijarme en el nuevo color que asoma. Me quedo alucinado, petrificado,
extasiado. No imaginaba un color tan brillante. Rojo me mira y sonríe, pensando
en que nuestra línea de amarillo, de la que no quiere bajarse, acaba de
aumentar el listón con solo ver mi cara. Yo no estoy ahí, estoy detrás de la
cortina, viendo a mascarados girar los hombros, tirar y traer frente a la luz a
un color nuevo. Su espalda es gigante y esta llena de grasa anaranjada, pero
nada más girarlo, su verdadero color despierta nuestros sentidos. Un cuerpo
violeta. Inmóvil, conectado y todavía incrédulo, sobrevuela la cortina para
recaer en el pecho de Rojo. Bordeamos de nuevo el acantilado de nuestra línea
de amarillo. El cuerpo violeta no se mueve. Desde su posición tumbada, Rojo no
atina a verlo completamente. Yo solo puedo comerme el aire de la habitación y
aguantarlo en mis tripas. Por lo que pueda pasar en los próximos segundos. El
cuerpo violeta de repente canta un espasmo. Y grita. Los ojos de Rojo se
vuelven azules. El cuerpo violeta se tiñe de rosa. Mi pecho se torna amarillo.
Y desde ese instante, los colores de la habitación ya no parecen tener
importancia.