viernes, 11 de septiembre de 2015

Fidelidad


He escrito muchas veces cuanto me alejo de lo que siento que debo ser. He reivindicado otras muchas por lo que creo que es correcto para mi corazón. He dejado volar mi mente lejos mientras construía mis piezas a base de sentimientos. 
Para que encajasen con bordes suavemente redondeados. 
Sin aristas.

Pero es verdad que nunca he dejado escrito la raíz. No lo tengo en palabras. Quizá no sea necesario en la mayoría de las ocasiones… pero es lo que predico y recomiendo cuando la olvidadiza memoria sabotea las buenas intenciones de los que tengo alrededor. ¿Porqué debería ser diferente en mi caso?. Es mucho más fácil olvidar lo que negamos haber pensado, que lo que nos va a martillear la vista a base de conciencia escrita con nuestras propias palabras. No nos engañemos. Es una frase hecha. Una frase fantásticamente construida. Somos los más mentirosos y los que más tenemos que perder.

Por eso la gente que vive con la consciencia marcada por lo acertado de todas sus decisiones (independientemente del carácter moral que pueda asignárseles), van a vivir horas mucho más felices. Este párrafo es tan neutro como mis dedos me han dejado escribirlo. Por que yo no soy así… evalúo, medito, pienso, dudo… pero tenía que escribirlo. Para llegar a ello. Un niña me dijo una vez “no te arrepientas de las decisiones que tomes, sino de las que no”. Y me ayudó mucho a estar en paz. A ser feliz en mi día a día. Así que procuro serle fiel a aquella niña y a lo que me enseñó.

Yo creo en la bondad de las personas. En la buena gente. Y para creerlo de forma ciega e incondicional, intento cada día ser algo parecido a eso. No hay más. Esa es mi fidelidad. A ese axioma. A esa creencia. A esta simple y efectiva verdad.

Pero me equivoco. Y me olvido. Y a veces veo actos horribles y alzo la voz. Y otras muchas veces me ahogo en mi silencio. Y a veces veo la oportunidad de ayudar. Y otras pocas veces miro hacia el suelo. Y a veces lloro por no poder alcanzar a tiempo a todos los que quiero. Y a veces me guardo mi espacio y lo protejo contra la misma brisa de la tarde que pueda venir a importunarme.

A veces tengo actos que algunos llamarían de bondad. Y solo puedo dormir bien si soy capaz de sentir que no había otra forma en la que mi yo inconsciente habría actuado. A veces esos actos son producto de una decisión meditada… y entonces me empeño en hacer lo correcto y no mirar atrás. A veces soy caprichoso y no estoy donde debo estar y mi sonrisa se esconde tras el sofá y se enfada conmigo. Esas veces… no me gusto.

Digamos que siempre he puesto una línea recta en mi camino. Y procuro jugar a ser funambulista y no sacar mis pasos por excursiones que no me interesan.

No me reconozco en el espejo. Es otra frase hecha. No se si tan bien hecha. Porque parte de una asunción: que todos sabemos claramente como somos. Y da por hecho que de repente un día esa imagen ha cambiado radicalmente. Y obvia que los cambios, salvo desgracias, son progresivos, pequeños, en voz baja… a pasitos. Esas excursiones que nos alejan de la línea. Y habría que ser muy obtuso para pensar que no nos estamos dando cuenta. Yo creo que si. Pero por miles de razones, buenas o malas, no tomamos la rienda lo suficientemente fuerte. Y entonces un día, con nuestra foto de hace diez años en la mano… llegamos ante un enorme espejo y ponemos cara de no saber que ha pasado.


Ser fiel a uno mismo es inherente a ser honesto. Y pongámoslo por escrito. La honestidad hoy en día se matiza demasiado a menudo. Y eso no tiene nunca un buen final. Ya lo decía Calamaro. La honestidad debe ser brutal. No es una virtud... es una obligación. O cambiémosle el nombre.